OCTAVIO PAZ
OCTAVIO PAZ
(1914−1998)
Nacido en Mixcoac, ciudad de México, pasó su niñez en la biblioteca de su abuelo, Ireneo Paz. A los 17 años
publicó su primer poema Cabellera y fundó la revista Barandal, con la que inició su actividad relacionada con
la creación y difusión de revistas literarias. En 1933 apareció su primer poemario Luna silvestre y fundó la
revista Cuadernos del Valle de México. En 1937 se trasladó a Yucatán como profesor rural y poco después se
casó con la escritora Elena Garro, con quien asistió ese mismo año al Congreso de Escritores Antifascistas
celebrado en Valencia (España). En esta última ciudad publicó Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre
España (1937) y entró en contacto con los intelectuales de la II República y con el poeta chileno Pablo
Neruda.Ya de regreso a México se acercó a Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia y publicó ¡No pasarán! y Raíz
del hombre. Con Efraín Huerta y Rafael Solana, entre otros, fundó la revista Taller en 1938, en la que
participaron los escritores españoles de su generación exiliados en México. Un año después publicó A la orilla
del mundo y Noche de resurrecciones. En 1942, a instancias de José Bergamín, dio la conferencia titulada
Poesía de soledad, poesía de comunión, en la que estableció sus diferencias con la generación anterior y trató
de conciliar en una sola voz las poéticas de Villaurrutia y Neruda.En 1944, gracias a una beca Guggenheim,
pasó un año en Estados Unidos, donde descubrió la poesía de lengua inglesa. En 1946 se incorporó al Servicio
Exterior Mexicano y fue enviado a París. A través del poeta surrealista Benjamin Péret conoció a André
Breton y entabló amistad con Albert Camus y otros intelectuales europeos e hispanoamericanos del París de la
posguerra. Esta estancia definirá con precisión sus posiciones culturales y políticas: cada vez más alejado del
marxismo, se fue acercando al surrealismo y empezó a interesarse por otros temas.
RESUMEN
MASCARAS MEXICANAS
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser
que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y
cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y
la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al
vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida
como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de
figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris
súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen
entendedor pocas palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible
menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los
demás. Lejos, también, de sí mismo.
La herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La actitud de los españoles frente a las
mujeres es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: "la mujer en la casa y con la
pata rota" y "entre santa y santo, pared de cal y canto". La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora
de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el "freno de la religión". De ahí que
muchos españoles consideren a las extranjeras y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión
diversas a las suyas como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro, secreto y pasivo. No se
le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la
especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal. Ser ella misma, dueña de su
deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español como
heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas el mexicano no condena al mundo natural.
Tampoco el amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en el instinto
sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la
mujer nunca es ella misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En ese
sentido, no tiene deseos propios.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría" consiste en
no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros
pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, "agacharse", pero no
"rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un
traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se
debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y
radica en su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza.
La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como
personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque
después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y
se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se
convierte en una parte inseparable y espuria de su ser: está condenado a representar toda su vida, porque entre