OCTAVIO PAZ

22.10.2012 19:23

OCTAVIO PAZ

(1914−1998)

Nacido en Mixcoac, ciudad de México, pasó su niñez en la biblioteca de su abuelo, Ireneo Paz. A los 17 años

publicó su primer poema Cabellera y fundó la revista Barandal, con la que inició su actividad relacionada con

la creación y difusión de revistas literarias. En 1933 apareció su primer poemario Luna silvestre y fundó la

revista Cuadernos del Valle de México. En 1937 se trasladó a Yucatán como profesor rural y poco después se

casó con la escritora Elena Garro, con quien asistió ese mismo año al Congreso de Escritores Antifascistas

celebrado en Valencia (España). En esta última ciudad publicó Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre

España (1937) y entró en contacto con los intelectuales de la II República y con el poeta chileno Pablo

Neruda.Ya de regreso a México se acercó a Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia y publicó ¡No pasarán! y Raíz

del hombre. Con Efraín Huerta y Rafael Solana, entre otros, fundó la revista Taller en 1938, en la que

participaron los escritores españoles de su generación exiliados en México. Un año después publicó A la orilla

del mundo y Noche de resurrecciones. En 1942, a instancias de José Bergamín, dio la conferencia titulada

Poesía de soledad, poesía de comunión, en la que estableció sus diferencias con la generación anterior y trató

de conciliar en una sola voz las poéticas de Villaurrutia y Neruda.En 1944, gracias a una beca Guggenheim,

pasó un año en Estados Unidos, donde descubrió la poesía de lengua inglesa. En 1946 se incorporó al Servicio

Exterior Mexicano y fue enviado a París. A través del poeta surrealista Benjamin Péret conoció a André

Breton y entabló amistad con Albert Camus y otros intelectuales europeos e hispanoamericanos del París de la

posguerra. Esta estancia definirá con precisión sus posiciones culturales y políticas: cada vez más alejado del

marxismo, se fue acercando al surrealismo y empezó a interesarse por otros temas.

RESUMEN

MASCARAS MEXICANAS

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser

que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y

cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y

la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al

vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida

como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de

figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris

súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen

entendedor pocas palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible

menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los

demás. Lejos, también, de sí mismo.

La herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La actitud de los españoles frente a las

mujeres es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: "la mujer en la casa y con la

pata rota" y "entre santa y santo, pared de cal y canto". La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora

de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el "freno de la religión". De ahí que

muchos españoles consideren a las extranjeras y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión

diversas a las suyas como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro, secreto y pasivo. No se

le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la

especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal. Ser ella misma, dueña de su

deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español como

heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas el mexicano no condena al mundo natural.

Tampoco el amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en el instinto

sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la

mujer nunca es ella misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En ese

sentido, no tiene deseos propios.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría" consiste en

no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros

pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, "agacharse", pero no

"rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un

traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se

debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y

radica en su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza.

La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como

personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque

después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y

se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se

convierte en una parte inseparable y espuria de su ser: está condenado a representar toda su vida, porque entre